viernes, julio 22, 2005

La muerte de Iván K: en la plaza

Roland Topor
Es domingo, un hombre escribe bajo el parasol de un restaurante. Una mujer pasa a su lado, el hombre no la ve, enseguida da un sorbo a su café, escribe con ritmo entusiasta, cae la tarde y el hombre se levanta, solo se ha tomado un café, no ve al perro que en la plaza se rasca una oreja, no ve las calles desoladas, polvorientas, no está perturbado por las caderas de la mujer, no imagina que el hombre que está parado en la esquina, con un pie sobre la pared y las manos en el bolsillo del paletó, esconde una Smith & Wesson, toca su bolsillo y siente el cuaderno de hojas donde acaba de escribir la última línea de su novela, la novela de su vida; sabe que es la novela de su vida, la que le dará fama, la que lo hará rico. Esboza una risa. Pero el que ríe no es cualquier hombre, es Iván Krasnukin, entre tanto el otro hombre, el de la esquina, cambia de pierna y con la mano aún escondida en el paletó le quita el seguro a la pistola, alcanza a imaginar el charquito de sangre tibia sobre el piso que dejará la herida de Iván Krasnukin, alcanza a imaginar el sonido del golpe seco del cuerpo desplomándose en medio de la plaza. Iván K no sospecha nada, él nunca sospecha nada, él nunca imagina nada. Ahora solo piensa en la fotografía suya puesta en primera página, en la camisa blanca que usará el día del lanzamiento, empieza a responderse a sí mismo una entrevista estilo Proust: ¿Qué piensa de la muerte? se pregunta –nada- se responde. Iván Krasnukin nunca ha pensado sobre la muerte. El otro hombre ya no está en la esquina, el perro se levanta, escuchó un golpe, algo así como un cuerpo desplomándose. El perro levanta una oreja, ladra, una paloma de la plaza lo distrae, la persigue un momento pero se escapa, el perro ya no está asustado, lo ha olvidado todo, siente rasquiña en la oreja, se acuesta junto al cuerpo de Iván Krasnukin y duerme.

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