martes, julio 15, 2008

Las rutas han sido cortadas

Che Guevara. Warhol 1962

(Apuntes para una novela I)

¿Que todos somos iguales? Demuéstrenlo- dijo Sergio en voz alta sacándome de la desazón al presenciar el espectáculo que se mostraba en todo su esplendor.
Estábamos en la mal llamada Plaza Ché. Cinco hippies bailaban como flotando sobre un paisaje bucólico. El líder era una suerte de flautista de Hamelin: descalzo, con una bata que le llegaba más abajo de la rodilla, con la barba larga y el bigote terminado en puntas y un sombrero cónico de un material extraño, tocaba una flauta traversa sin mucha pericia. Los otros cuatro lo perseguían tratando de hacer figuras con los brazos y, como si se tratara de un rito iniciático, el resto de los estudiantes que estaba en la plaza lo miraba con respeto, orgullosos de la mística del lugar en el que les había tocado solazarse en estos años de universidad –los mejores años de la vida- como decían sus padres que muy seguramente habían estado en mayo del 68 y habían bailado sobre esos mismos adoquines.
Nosotros nos creíamos la excepción, veíamos la escena desde la distancia, como quien planea el asalto de un banco desde la acera de enfrente. Ya empezábamos a aburrirnos cuando Sergio, mirando al ícono del Ché Guevara dijo con esa risa infernal que siempre le salía antes de lanzar alguno de sus dardos envenenados: ¿Ustedes de verdad creen que el trabajo es la esencia del hombre como decía Marx? Enseguida, y como venía haciéndolo desde tiempo atrás, parafraseó a Don Nicolás Gómez Dávila: ¿Qué nos importa quién ha de ser el dueño de la fábrica, si la fábrica ha de seguir existiendo? La cosa está como complicada dije yo, miren eso, un grupo de estudiantes pintaba imágenes del Ché Guevara con un molde de papel periódico y varios frascos de pintura en aerosol: pintaban uno después de otro, varios por minuto. Uno tenía el papel, otro lo pegaba, otro iba pintando con aerosol y el último iba despegando el molde. Al final quedaba una hilera de retratos del Ché Guevara en colores fluorescentes. Descubrieron la división del trabajo pensé yo. Ahora sí estamos en problemas.
***
Sergio estaba escribiendo su tesis sobre la obra de Nicolás Gómez Dávila. Parecía que todo el tiempo la estuviera redactando en su cabeza. Siempre estaba ensimismado y de repente sacaba un escolio del maestro que encajaba perfecto con la situación. Lo decía con una mueca de risa y tedio y al final, como si acabara de expulsar un demonio, se relajaba y nos pedía un cigarrillo. Cada frase de Sergio era como un puñetazo en la cara. –Es una contradicción Sergio, le decía Matías una tarde mientras nos fumábamos uno de esos cigarrillos tirados en el pasto boca arriba. Es una contradicción y una estupidez pretender hacer una tesis sobre Nicolás Gómez Dávila. Según Matías no era posible someter la obra de Nicolás Gómez Dávila al pensamiento sistemático que le exigía la elaboración de una tesis de grado. Cada escolio se explica a sí mismo decía Matías, cada escolio es una esfera compacta e impenetrable, una obra autónoma. Gómez Dávila siempre desdeñó del pensamiento sistemático como para tener que someterlo a la crítica literaria. Sergio lo escuchaba atento, como si le diera crédito a sus juicios. Antes de terminar el cigarrillo se puso de pie y antes de que Matías siguiera su perorata, haciendo gala de su memoria y de su increíble lucidez nos lanzó la siguiente frase del maestro: -Las verdades convergen hacia una sola verdad –pero las rutas han sido cortadas.
***
Las cosas convergen y debemos estar tranquilos. Yo estoy tranquilo. Hay un designio divino, una divina providencia que hizo que las cosas pasaran así. Fue crucial que las cosas pasaran así.
***
A Matías Aldecoa lo conocí en clases de economía pero solamente lo abordé después de que descubrí su obsesión por la literatura rusa. Nunca hablaba de lo que estaba leyendo, leía a Chejov y a Gogol con devoción pero a diferencia de Sergio no le gustaba citar autores en las conversaciones. Detestaba el pensamiento enciclopédico y parecía que todo lo que leía lo incorporaba en mayor o menor medida en su arsenal argumentativo. Aunque por su vasta cultura estaba lejos de ser un economista típico de su generación, entendía la economía más que cualquiera y su mayor placer consistía en pescar inconsistencias lógicas en los fríos y aburridos modelos económicos. La consistencia teórica es lo que importa- me decía. El dato empírico no me interesa, la consistencia empírica es un requisito intrascendente para la economía, es el requisito para que se le considere como algo útil, pero no nos dice nada sobre su valor estético, la utilidad es accidental pero la estética no. Los argumentos de Matías siempre eran polémicos, peleaba hasta consigo mismo, hablaba y simulaba la postura de varias orillas y desde cada una podía ser coherente, no podía expresar una idea sin decir siempre la contraria. En todas sus tesis se colaba, así fuera al final, la antítesis: la economía está destinada a desaparecer si quiere ser una ciencia útil, me dijo una vez saliendo de clase de política económica, pero si no fuera por la pretensión de ser útil no existiría, lleva adentro la semilla de su destrucción, remató con tono de resignación.



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