martes, julio 26, 2005

La Pesadilla de Iván K

Sitting woman with legs drawn up. Egon Schiele.


Siempre que pienso en la obra de Cortázar me imagino una mujer fumando cigarrillos con pitillera, de piernas largas, como sacada de una pintura de Egon Schiele, así tal cual, pelirroja, con medias oscuras, blusa verde y zapatos ligeros, de una belleza escandalosa. El cuadro es sucedido por la foto en blanco y negro de las babas del diablo. Cada vez que me nombran a Cortázar me imagino la foto cambiando, casi como en el cine, flotando, apartándose de los argumentos cortazarianos siempre copiosos, de sus estructuras predecibles, de su juego obsesivo, emancipándose del eterno niño. Al final la cámara empieza a viajar como en la primera escena de El Ciudadano Kane y aparece un primer plano de Sam Carlton tocando el contrabajo. El close up de Sam Carlton tocando el contrabajo y mascullando las palabras espesas de su soledad sirve de fondo para que aparezca la palabra FIN. La película vuelve a empezar, vuelvo a Sitting woman with legs drawn up, a las babas del diablo, a Sam Carlton, siempre es la misma secuencia. La cinta no tiene créditos. Me pregunto: ¿Quién será el director?, ¿será otra genialidad de Álvaro Cepeda?, o más bien ¿será una pesadilla recurrente del bueno de Iván K que en la inconciencia del sueño reivindica su parricidio?.

viernes, julio 22, 2005

Sonríe, sólo son las luces del flash

Roland Topor.
"El mediocre, en efecto, secretamente se sabe mediocre, pero espera equivocarse y se interroga con sigilo: ¿acaso tenga yo talento? Nada, luego, descargaría tanto los estantes de las bibliotecas como la confianza en la palmaria evidencia de nuestros ojos bien abiertos. Aprender a ser mediocre es una tarea difícil. Todos nacemos candidatos a las Vidas Paralelas y nos es duro contentarnos con figurar solamente en el registro civil".
Nicolás Gómez Dávila

El día que Iván K leyó la entrevista de Pérez-Reverte sintió que se quitaba un peso de encima. En la entrevista, el autor español dijo que literatura podía ser desde Isabel Allende hasta Proust, siempre y cuando funcionara, cualquier cosa podía serlo, acto seguido tildó de resentido a Roberto Bolaño, de quien leyó Los Detectives Salvajes y no le interesó. Ese día ocurrió un hecho trascendental en la biografía de Iván K: nuestro escritor por encargo perdió cualquier señal de remordimiento, terminó la entrevista, la recortó, la dobló, la metió dentro de la novelita de turno y esbozó una de sus sonrisitas características de escritor entusiasta pero aterradoramente mediocre.
Los escritores por encargo admiran a sus contemporáneos de dos formas: elogiando la frescura, la agilidad y la medianía de los alcanzables y envidiando a los maestros inalcanzables que, independientemente de su edad y tiempo, rozan con su pluma las aguas de la universalidad. Alguna vez Iván K dijo en una entrevista que había que despojar la literatura colombiana de la solemnidad garciamarquiana, que había que abandonar el costumbrismo y hacer literatura urbana. Con esta opinión ya sabrá el lector que Iván K nunca escribirá algo como La mujer que llegaba a las seis.
Iván K leía las entrevistas a Bolaño y cuando el chileno destilaba veneno contra los escritores alcanzables, sentía una punzada en el estómago, sentía como si lo atacara directamente a él, Roberto Bolaño, el creador de Arturo Belano y Ulises Lima. Lo mismo le pasaba cuando leía a Fernando Vallejo, su perorata rabiosa, incontinente, ese elogio de la injuria, la palabra destructora, que le recordaba ese cuento de Barthelme mil veces leído que inspira otro capítulo de estos papeles. Cuando leía los libros de Vallejo los tiraba lejos, detestaba el vértigo del final de una buena novela. El vértigo que le recordaba segundo a segundo que era un escritor mediocre, que primero se iba a desbarrancar antes que escribir El Desbarrancadero, La Rambla Paralela o Los Días Azules. Y Logoi ¡ni pensarlo!
Ahora estaba tranquilo, el maestro Pérez-Reverte le estaba diciendo que todo podía ser literatura, desde Allende hasta Proust. No se ha dicho aquí que Iván K no tuviera talento. Lo tuvo, y de qué manera, pero lo perdió antes de su primer libro publicado, esa es la tragedia y la principal razón para que su historia sea digna de ser contada. Después del día en que leyó la entrevista de Pérez-Reverte podía abandonar el camino pedregoso de la autocrítica y dedicarse a ser, sin sentimiento de culpa, un escritor mediocre y prolífico, ya podía regalar los libros de Bolaño y Vallejo que trataban de salirse del anaquel al compartir espacio con escritores indignos, como el nuevo Boom de la literatura colombiana, un pequeño corrillo de mecanógrafos que trabajan por encargo en una burda imitación de la revista Play Boy. Sus libros se venderían y él estaría dentro de ese Hall of Fame que iba desde Allende hasta Proust.
Cuando guardó la entrevista en medio del libraco que le estaba dando la fórmula del éxito editorial, Iván K cerró los ojos e imaginó la ovación del público por su próxima novela. Iba a vender más que el mismo Pérez-Reverte, y por supuesto, que el resentido de Bolaño. Con los ojos todavía cerrados imaginó a un hombrecillo diestro en la lisonja que le susurraba al oído:
Bienvenido a este gran coctel, a este club de aplausos que es la literatura por encargo, bienvenido a la literatura "que funciona", al reino de la complacencia y de lo políticamente correcto. Bienvenido Iván K, esta es la vida de los escritores famosos. No te muevas, no te asustes, sonríe, sólo son las luces del flash.
-Les tengo una mala noticia, -gritó Roberto Bolaño, interrumpiendo la sesión fotográfica: hay vida después de la vida.
Iván K despertó de su ensueño y volteó la cabeza cuidando su espalda.
-Si vas a decir lo quieres vas a escuchar lo que no quieres -repuso Roberto Bolaño.
Iván k lo escuchó, pero se hizo el sordo.

La muerte de Iván K: en la plaza

Roland Topor
Es domingo, un hombre escribe bajo el parasol de un restaurante. Una mujer pasa a su lado, el hombre no la ve, enseguida da un sorbo a su café, escribe con ritmo entusiasta, cae la tarde y el hombre se levanta, solo se ha tomado un café, no ve al perro que en la plaza se rasca una oreja, no ve las calles desoladas, polvorientas, no está perturbado por las caderas de la mujer, no imagina que el hombre que está parado en la esquina, con un pie sobre la pared y las manos en el bolsillo del paletó, esconde una Smith & Wesson, toca su bolsillo y siente el cuaderno de hojas donde acaba de escribir la última línea de su novela, la novela de su vida; sabe que es la novela de su vida, la que le dará fama, la que lo hará rico. Esboza una risa. Pero el que ríe no es cualquier hombre, es Iván Krasnukin, entre tanto el otro hombre, el de la esquina, cambia de pierna y con la mano aún escondida en el paletó le quita el seguro a la pistola, alcanza a imaginar el charquito de sangre tibia sobre el piso que dejará la herida de Iván Krasnukin, alcanza a imaginar el sonido del golpe seco del cuerpo desplomándose en medio de la plaza. Iván K no sospecha nada, él nunca sospecha nada, él nunca imagina nada. Ahora solo piensa en la fotografía suya puesta en primera página, en la camisa blanca que usará el día del lanzamiento, empieza a responderse a sí mismo una entrevista estilo Proust: ¿Qué piensa de la muerte? se pregunta –nada- se responde. Iván Krasnukin nunca ha pensado sobre la muerte. El otro hombre ya no está en la esquina, el perro se levanta, escuchó un golpe, algo así como un cuerpo desplomándose. El perro levanta una oreja, ladra, una paloma de la plaza lo distrae, la persigue un momento pero se escapa, el perro ya no está asustado, lo ha olvidado todo, siente rasquiña en la oreja, se acuesta junto al cuerpo de Iván Krasnukin y duerme.

Iván K, bardo de nuestro tiempo

Roland Topor

"Sí. Algunos malditos locos
no pueden tener la boca cerrada".
Donald Barthelme

Los concursos de cuento se están volviendo como los aeropuertos: casi todo está prohibido. Esto escribió el jurado en la carta del fallo del concurso anterior: no es suficiente, para que pase algo, que haya un muerto en el renglón final. Habría que limpiar la sangre y los cadáveres y luego ver si queda algo. Quedan prohibidos los muertos, las corbatas, los cortaúñas, los lapiceros, los cordones y cualquier elemento con el que se pueda amenazar la vida de al menos una persona y por consiguiente facilite el secuestro del avión.

La paranoia parece no tener límites.

Roberto Bolaño leía sus poemas y los versos caían como bombas sobre algún barrio del D.F.

Al poeta de La parábola del palacio le bastó un poema, algunos dicen que solo un verso, otros que apenas una palabra, para fulminar el palacio entero del Rey Amarillo. En el mundo no puede haber dos cosas iguales; bastó (nos dicen) que el poeta pronunciara el poema para que desapareciera el palacio. Cuenta Borges.

Los ejemplos no son escasos, Oh poesía armada, clava tu alfanje de cristal y música en el cuerpo del pulpo de la sombra, cantó algún día Jorge Carrera Andrade.

El personaje de este cuento, como el Hombre Planetario, nació cuando el motor había ahuyentado a los ángeles y no conoció palacios, ni dragones, ni espejos desde donde se escucha el rumor de las armas. Parecía sacado de un cuento de Chejov: aburrido, propenso al fracaso, de estatura media, delgado, camisa de cuadros, maletín de cuero de escritor por encargo, gafas de montura gruesa, nariz grande, boca pequeña y apretada.

Todos los sucesos anteriores a la tragedia son convencionales: Iván K entrando al aeropuerto. Iván K entregando la maleta. Iván K esperando en la sala de fumadores. Iván K ingresando al avión. Iván K sentándose junto a la ventana y leyendo un libro.

Aquí vale la pena hacer un paréntesis: Iván K no lleva corbatas, ni cortaúñas, ni cordones, ni lapiceros, ni por supuesto una Smith & Wessom. Solo tiene un libro de Donald Barthelme que se llama Prácticas indecibles y actos antinaturales.

El avión despega y las manos de Iván K están empapadas de sudor. Cierra el puño, se muerde el labio inferior, empieza a mirar para todos lados, llora como niño. La mujer que está sentada a su lado se da cuenta y entiende que Iván K siempre ha tenido una vida miserable. Nadie imagina lo que sigue: Iván K ojea el libro de Barthelme, lo deja sobre la mesa auxiliar en la página donde esta subrayada la siguiente frase:

"Tenemos una palabra secreta que, al ser pronunciada, produce múltiples fracturas en todas las cosas vivas en una zona de la extensión de cuatro campos de fútbol".

Lo último que ven los tripulantes del avión es la risa nerviosa de Iván K aprovechando un descuido de la azafata para adueñarse del altavoz.

Tengo quinientas palabras para matarte

Jack Nicholson en Chinatown. Por Antony Hare.

Primero el chillido de las llantas y después del disparo, o mejor dicho, casi al tiempo, como una cuchilla cortando el lienzo templado de la noche, se escuchó el pito del carro. ¡No! esa primera frase no me convence Josefina, además no es mía, mejor dicho, sí es mía, pero es evidente que la plagié del cine. ¿Te acuerdas Josefina del final de Chinatown?, a ti la escena que más te gustó fue cuando Faye Dunaway reprendió al demente de Jack Nicholson, tu siempre con ese feminismo fácil, siempre celebrando las victorias chiquitas de las mujeres sobre los hombres, pero nunca, nunca Josefina, has sido capaz de celebrar la victoria de una guerra. A mi en cambio me gustó la escena del final de la película, un final trágico en el Chinatown, el carro detenido y Faye Dunaway con un disparo en la nuca accionando el pito del carro, como prolongando el último suspiro más allá del mismo eco de la bala, mas allá de los gritos y las muecas de los curiosos, más allá de la esperanza del demente de Nicholson que esta vez no hizo un papel del todo tan demente, seguro Polanski no lo dejó, el papel de loco degenerado se lo había reservado para él, ¿Te acuerdas Josefina? ¿Te acuerdas de Roman Polanski hiriéndole la nariz a Nicholson por ir a meterla donde no debía?, pero esa escena no la celebraste, te dio envidia que fuera un hombre, un loco degenerado el que le hiciera daño al desquiciado de Nicholson. ¿Entiendes el problema que hay entre los dos? No me digas que te desamarre, no me grites más Josefina, ya te dije que no me importan tus insultos, hace rato tomé la decisión de meterte un tiro y ya se me están acabando las palabras que tengo para matarte. ¿Recuerdas Josefina el final de Chinatown? Al final el pito de un carro, como si la muerte anunciara su llegada, o su partida, da lo mismo, al fin y al cabo el pito empieza a sonar casi al mismo tiempo del disparo. Pero ese final tampoco, este será más sencillo. Se me está acabando el tiempo y las municiones, al terminar esta frase me quedarán 120 palabras y un disparo para matarte. Y después, después reclamaré la recompensa Josefina, siempre me gritaste que era un escritor mediocre, un escritorzuelo por encargo, el Iván Krasnukin de la literatura colombiana, el escritor por encargo del cuento de Chejov, pero te equivocaste Josefina, te faltó un pedazo, te faltó decir que era un matón a sueldo, un vulgar sicario, un personaje salido de la literatura de moda o del Chinatown. ¡Chist! –se oye a través de la casa-. ¡Chist! Ese es un buen final, pero tu sabes muy bien que sería un plagio. ¡Eleva tus plegarias!, te mato en nombre de todos los Iván Krasnukin, los sicarios colombianos y el botín. Quédate quieta Josefina, no te muevas que no tengo una segunda bala para rematarte.